Era ya pasado el mediodía cuando llegué al restaurant de la esquina, ese que siempre digo que tiene pinta de bar.
Cuando entré había una mesa vacía para dos contra la ventana casi del fondo. Miré la carta y pedí.
En una mesa para dos contra la pared que divide la entrada a los baños, de el salón, estaba Marcos. Al cumplir los 15 años lo vinieron a buscar de River de Buenos Aires. Era muy hábil con el balón, recuerdo que tenía un vecino que siempre le decía que lo iba a llevar a Boca a través de un contacto importante, pero él siempre le decía que ni por un campo de un millón de hectáreas traicionaría su amor por River. En el partido que era la final de la liga contra los esnobistas de Banfield, la rompió, marcó 3 goles, asistió en otros dos y hasta lo aplaudieron los paquetes del pueblo de al lado.
Marcos tenía una noviecita, claro que todos los chicos del pueblo la invitaron a salir y Melisa siempre se negó, hasta que un día después de una pelea contra un busca pleitos de la escuela, Marcos le demostró que no era ningún cobarde y le pidió que lo acompañara a la nueva heladería del pueblo. Desde ese día todo el pueblo lo envidió, pero nada podía contra el amor que estos dos se tenían. Justo después del partido estaba todo preparado para que Marcos y Melisa se fueran a triunfar a Buenos Aires, pero ella recibió la carta de un pariente del Norte diciendo que su abuela estaba muy enferma, y sin dudarlo un instante, hizo las valijas y partió. Desde ese día Marcos empezó a frecuentar gente de mala calaña, mayor que él, que lo llevaba a diferentes pueblos a jugar por dinero al fútbol, poker y otras artes. Ayer cuando lo vi en el rincón del bar con una copa de ginebra en la mano y la botella casi vacía contando a algún turista de ocasión, sus días de gloria riendo sin sonreír, y saludando a la gente que pasa por su lado y que ya no desea reconocerlo, a pesar de que lo conocen desde que nació, me acordé que mi amigo es el borrachín del pueblo.
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